El jueves amanecimos los tres (madre e hijos) con fiebre. Todo parecía indicar que sería una gripe, para variar. Con los antecedentes de neumonía del chiquito, preferí llevarlos a la pediatra sin dudar. Aparentemente, todo virósico. A esperar. Y como le comenté que tenía previsto viajar en breve a Buenos Aires para tratar un problema de Guada que acá pareciera no poder solucionarse, me dijo que le realizara una radiografía antes de viajar para descartar el último diagnóstico posible. Y quiso también, que le hiciéramos una radiografía al nene para ver los pulmones.
Y allí estaba yo, en un centro médico que excede las comodidades mínimas para la cantidad de gente que asiste, con 38.5° de fiebre, suplicándole a mis hijos que se quedasen quietos, que no gritaran, que no corrieran y que no se tiraran al piso, mientras la cabeza me laburaba a mil pensando en la fatídica malformación genética de la que me había hablado la pediatra media hora antes y que una radiografía confirmaría o no en unos minutos.
Se abre la puerta de Rayos y llaman a Guada. Nos acercamos los tres y me dice la radióloga que no puedo entrar con los dos a la vez. ¿Cómo hago? No puedo dejarlos solos afuera. Son chiquitos, se irían a la calle sin dudarlo, solos o con cualquiera. Insiste, que no puede dejarlos ingresar porque se irradiarían. Pero la puta madre!!!! Estoy sola, cómo querés que haga? Y terminaron ambos encerrados por turnos en el baño mientras el otro se sacaba la radiografía conmigo.
No tenemos necesidad de pasar por ésto. Hay algo que está fallando. Y probablemente sea yo.
Y lo peor de todo es que sigo esperando el diagnóstico porque el radiólogo que informa las placas está de viaje y no vuelve hasta el miércoles.
Estos son los momentos en los que me pregunto qué carajo hice viniéndome acá...