lunes, 8 de octubre de 2007

Mi elefante rojo

Hay cosas de las que cuesta muchísimo separarse. Uno ya no sabe para qué las conserva, incluso inservibles, si a veces están celosamente guardadas, casi escondidas.
Alguien me regaló una vez un elefante rojo de plush que era en ese entonces, mucho más grande que yo. Por ahí deben estar las fotos que he visto mil veces, en las que estoy en mi dormitorio, con mis escasos añitos, mi vestidito blanco, y ese pelo negro, bien lacio y sobre la cara, parada al lado de mi elefante. Ya de más grande me molestaba, y lo ponía siempre en un rincón del cuarto hasta que empecé a usarlo de perchero. Toneladas de remeras colgaban de la trompa. Como todos los muñecos de esa época estaban rellenos de semillas varias, y luego de tantos años, a falta de agua, en vez de germinar, mi elefante se llenó de bichos. Mi mamá insistía en que lo tirara, yo me negaba rotundamente. Hasta que una tarde, decidida, se lo llevó. Lloré y lloré; no por mi elefante, sino por los años en los que el elefante me había acompañado. Me levanté de la cama, fui al incinerador y allí lo encontré, solito y a oscuras. Lo agarré de su trompa enferma y lo llevé nuevamente a mi cuarto. No recuerdo hasta cuándo estuvo conmigo, ni cómo se fue definitivamente. Yo ya había hecho mi duelo.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Te lo regaló la abuela Mila.