miércoles, 12 de septiembre de 2007

Ella en su madeja


Había algo en ella que le llamaba la atención. Y eso que era un tipo muy difícil de sorprender. Era unos años mayor que él. Aunque tenían el mismo apellido, se encontraron recién en su adolescencia. Radicalmente diferentes, de costumbres muy distintas…ella leía a Borges y él desarmaba autos. Comenzaron a frecuentarse, rigurosamente cada fin de semana. Y cada uno con lo suyo, lograban una comunión ilógica. Ella era fresca, desprejuiciada, espontánea. Él vivía atrapado en su laberinto, enredado en su madeja de buenas costumbres e ideales de familia inquebrantables. Ella pudo haberle volado la cabeza, con una sola señal. Y él hubiese hecho caso omiso a sus deseos, aún a los más perversos. Pero nunca sobrepasó el límite, se mantuvo en el borde, al extremo del traspié. Le mostraba, le insinuaba, le susurraba, lo incitaba, lo acariciaba con sus uñas impecables, largas, filosas. Lo llevaba y lo traía para volver a dejarlo en el mismo lugar del que lo había arrancado con los dientes. Y él se dejaba. Años después, cuando él no se hubo cansado aún, entró a la iglesia llevándola del brazo para entregarla en el altar.

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