domingo, 19 de agosto de 2007

Cerca del Carril Ozamis

Preparaba las aceitunas de una manera muy especial. O quizás lo especial eran las aceitunas. Negras, enormes, carnosas. Las volcaba suavemente en una fuente enlozada, bastante profunda. Cortaba bien finita la cebolla de verdeo y la esparcía por encima. Aceite y un poquito de limón. Yo esperaba sentada en esa cocina gigantesca, mirándolo en su dedicación, mientras afuera encendían el horno de barro para cocinar las empanadas. Esa cocina que se llenaba de olor a mate y tortitas tostadas por la mañana. Con su puerta trasera, siempre abierta a ese patio con baldosas y alero y la quinta con sus frutos y gallinas más allá. Esa cocina que era tan mía, tan de los míos... Donde los domingos se amasaban los fideos sobre la mesa larga, de madera oscura. Donde la tierra se movió una noche, y me dejó atrapada entre sillas, sorda y a oscuras. Donde lloré mucho, aterrorizada por las réplicas y los aullidos de los perros a lo lejos. Esa cocina que supo tener a su mesa un familión pluriprovincial en la que se hablaba con diferentes tonadas. Donde había yayas, tatas, lelas, lolis. Donde todos nos referíamos al otro anteponiendo al nombre el artículo "el" o "la". Allí, donde todos éramos chicos, incluso los viejos.
Hace casi diez años que no vuelvo. Y la última vez que fui, ya no había aceitunas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Yo extraño esas mesas familiares....
Tampoco he comido más de esas aceitunas.